El Pensilvense | Ediciones septiembre de 2023
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El Pensilvense
"El Pensilvense" No. 6 - febrero 22 de 2022
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LOS PENSILVENSES VISTOS POR BERNARDO OSPINA
10 junio, 2021 Silvio Aristizábal Giraldo Semblanzas aldea rica y liberal, Bernardo Ospina, calendas de 1865, los pensilvenses, Memoria del cincuentenario, Padre Amador, Pensilvania, ríos Guarinó y Samaná
Quiero compartir con los lectores de este Blog un artículo, a mi juicio poco conocido, cuyo autor es Bernardo Ospina Cardona. El texto, titulado Gesta de un Pueblo fue publicado en el libro Memoria del Cincuentenario de la llegada de los Hermanos Cristianos y las Hermanas de La Presentación a Pensilvania (José Néstor Valencia Zuluaga, Editorial Bedout, Medellín, 1956, págs. 134 – 136).
Bernardo Ospina Cardona nació en Pensilvania en 1908 y falleció en Bogotá en 2001. Sus primeros estudios los realizó en su pueblo natal con los Hermanos de La Salle y, posteriormente, se graduó en la Normal de Manizales. Laboró como maestro en Marquetalia, Samaná y Pensilvania. Más tarde ingresó a la rama judicial donde escaló diferentes cargos: escribiente, secretario y, por último, juez del Circuito de Pensilvania, puesto que desempeñó desde 1946, hasta su jubilación en 1960. Este hecho, el haber sido juez sin tener el título de abogado, muestra, además de su rectitud, las capacidades académicas e intelectuales que lo animaban. Lector incansable, autodidacta, versado en temas históricos, jurídicos, históricos y sociales. Prueba de estas cualidades y conocimientos es el artículo que transcribimos a continuación:
Gesta de un Pueblo
“Trescientos años han pasado desde la extinción del pueblo aborigen sobre las selvas que encierran los ríos Guarinó y Samaná, de sonoros nombres indígenas, cuando su silencio fue turbado segunda vez por la planta del hombre blanco. Pero no es ya el fiero conquistador que incendia y mata, sino el colono antioqueño, deseoso de mejores suelos para su empeño creador.
Esta ola de hombres se mueve a raíz de la guerra que encendiera y ganara el orgulloso general Mosquera en 1860. Son colonos que se desplazan de las poblaciones que demoran sobre el flanco occidental de la Cordillera Central: Salamina, Pácora, Aguadas y Sonsón.
Sobre la hoya hidrográfica donde se asienta Pensilvania, cayeron esos colosos del agro por las calendas de 1865. No vinieron a buscar vagancia, sino a domeñar las selvas, “vestidos todos de calzón de manta y de camisa de coleta cruda”; a pie limpio, como ellos decían por decir descalzo; llevando pendientes de su cuerpo recio el carriel de nutria y el machete bravo, a la espalda las provisiones de boca y de vestuario; y, como para la brega, “el hacha afilada en su mano empuñan”. Con este atalaje miran desde esta hoya a todos los horizontes y hacia todos se derraman, especialmente al oriente.
Grato es recordar los apellidos de estos primeros promotores: Agudelos, Arangos, Corteses, Cardonas (de lejano origen tudesco), Carvajales, Domínguez, Duques, Echeverris, Elejaldes, Escobares, Francos, Gavirias, Giles, Gutiérrez, Henaos, Jaramillos, Linces, Londoños, Martínez, Mejías, Ospinas (de Salamina), Ocampos, Patiños, Quinteros, Restrepos, Sánchez, Sepúlveda.
Casi todos estos hombres eran de tez morena, como de nobles moros: amigos de los buenos caballos, de las amplias casonas, de arcas con morrocotas, de sólidos zapatos ya ganado el descanso, de pendientes labrados y del buen yantar. Gustaban de lecturas y tertulias, de buenas amistades y paseos. En su mayoría eran liberales en ideas, algunos con sus ribetes de extremismos, fachendos que se gozaban con las proezas del Gran General. Eran hidalgos ricos que poseían relativa abundancia, que en medio de su vivir cristiano agudizaban su ingenio a costa del prójimo; practicaban el romanticismo político y amaban el literario. De su vida nos dejaron el empuje creador, que levanta haciendas, planta cafetales, construye trapiches y hace comercio. Algunos, conquistada la holgura económica, dieron cabida a escarceos pasionales que los llevaron por atajos prohibidos, iluminados con siniestros relámpagos de venganza y crueldad.
Pero esta aldea rica y liberal habría de trocarse, por diversos hechos e influjos, en una meca del conservatismo. Cuatro años hacía que rodaba su cuna de oro, cuando en 1870 vino como cura de almas el Padre Amador. A la egida de este varón ilustre se desató la inmigración del oriente de Antioquia; a su sombra fue penetrando a esta tierra esa raza vasca, la más blanca y fecunda, la más conservadora y rezandera de Colombia. Eran todos cristianos viejos, hidalgos pobres y abnegados, de luengos cuerpos enjutos, recios y sufridos, que acrecentaban las virtudes de s raza luchando con la ingratitud y aridez del suelo que abandonaban y que, al pisar este de promisión, gozaron de saludable cambio. También estos trajeron “el hierro entre sus manos”, el coraje indomable que alimentaba su corazón, el nervudo brazo listo y el espíritu tranquilo. Su austera vida de hogar solo era perturbada por el misterioso ruido de los marfiles y la expectante caída de los albures, porque estos varones han sido adoradores de la diosa suerte.
Este admirable grupo étnico recibido del oriente de Antioquia lo conserva intacto Pensilvania. Sus apellidos lo testifican: Alzate, Arce, Arredondo, Arbeláez, Arteaga, Arias, Aristizábal, Cardona (zarco y español), Betancur, Botero (de origen italiano), Bravo, Gallo (de origen inglés), Gómez, Giraldo, García, Duque, Castaño, González, Hoyos, Flórez, Herrera, Hernández, Jiménez, López, Maya, Murillo, Muñoz, Ocampo, Pérez, Ramírez, rodríguez, Salazar, Trujillo, Valencia, Vélez, Zuluaga, Yepes.
La inmigración fue primero lenta. Luego, cuando la guerra del 76, más intensa. Por último, fuerte para 1885. El cambio político del 86 concedió ciertos privilegios de mando al grupo conservador, pero sin olvidar el hecho de que el Estado de Antioquia tenía gobierno de esta índole de tiempo atrás, no obstante el imperio de una constitución radical.
Este cambio en Pensilvania, como es natural, produjo sus efectos y fue la emigración de familias fundadoras, que especialmente se retiraron a Florencia, Samaná, Marquetalia (Risaralda entonces), Victoria, Santa Rosa de Cabal y Pereira. A los primeros lugares llegaron con el mismo ímpetu creador de pueblos.
Y debe anotarse que como intermedio entre los grupos mencionados, vino otro procedente de Abejorral, compuesto por familias de Bedoyas, Garcías, Ospinas (ascendientes de quien escribe), Hurtados, Osorios, Pinedas, etc.
Todo lo dicho conviene a la reciedumbre masculina, pero estos hombres de hogar y perfectos cristianos, llevaron siempre de su mano a la gentil compañera de sus goces y dolores, y a las núbiles doncellas, urnas sagradas de la vida, que ponían gracia en su hogar y aliento en el corazón de sus pretendientes, para mirar siempre el futuro. La abnegación y el heroísmo de estas mujeres hicieron posible la grandeza austera de Pensilvania.
Cualquiera sea el punto de Antioquia de donde procedan las gentes de Pensilvania, todas ellas son poseedoras de las virtudes de la raza, que en nada han menguado y que han contribuido -con el correr de los tiempos- a hacer la selección racial por excelencia que es el hombre caldense. Pensilvania, a pesar de factores adversos por su mediterráneo escondimiento, ha logrado avanzar lenta pera seguramente por la ardua senda del progreso. Menos en lo material que en lo intelectual. Merced a benéficos enlaces, la raza de hoy presenta un hermosos y envidiable conjunto étnico que florece y exulta en diversos campos: el noble agricultor, el honrado comerciante, los hombres de estudio, profesores, religiosos, abogados, médicos, ingenieros, agrónomos, químicos, literatos y santos sacerdotes. Y sobre toda esta pléyade, la mujer, la dulce y hechizante mujer, plena de gracia y de virtudes, que derrama sus dones en el hogar, en el magisterio, cerca de la cama del enfermo, junto a la cuna del niño, en los salones aristocráticos y que, como final presea, como novia, con su mirada prende hogueras en el corazón del hombre y subyuga voluntades”.
Comentario al texto de Bernardo Ospina. La historiografía actual plantea interpretaciones diferentes a la del escrito anterior sobre el proceso colonizador antioqueño, sucedido a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Numerosos investigadores cuestionan la visión romántica de la colonización y la exaltación exagerada de las virtudes de la «raza paisa» y, por supuesto, el mismo concepto de raza que, a la luz de los conocimientos científicos, no se aplica a los seres humanos. Es evidente que la expresión «raza paisa» se impuso y aún hay quienes la defienden con insistencia. Sin duda el “mito de la raza antioqueña” contribuyó a fortalecer la identidad y el sentido de pertenencia de los antioqueños y sus descendientes. Sin embargo, es preciso advertir que, cuando se exaltan, mitifican y sobredimensionan algunos rasgos de la identidad, se corre el riesgo de adoptar actitudes arrogantes y altaneras de rechazo a las diferencias, hostilidad e, incluso, violencia frente a otros grupos poblacionales, a los cuales se les califica como inferiores por el hecho de ser distintos.
Más allá de si se está de acuerdo o no con los planteamientos de Bernardo Ospina, lo que se quiere resaltar no es solo la escritura correcta, sino el hecho de que se trata de un texto que demuestra con creces la solvencia académica y la capacidad investigativa de su autor. Estamos frente a alguien que conoce a profundidad el pensamiento intelectual de su tiempo y sabe aprovechar las herramientas que le brindan las disciplinas históricas, sociológicas y antropológicas para indagar sobre el origen de Pensilvania y trazar el perfil de sus habitantes a mediados del siglo XX.
El Pensilvense
"El Pensilvense" No. 5 - febrero 15 de 2022
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YO NO SOY DE HIERRO, SOY DE PENSILVANIA
Foto: Silvio Aristizábal Giraldo
11 julio, 2016 Silvio Aristizábal Giraldo Historia ancestro antioqueño, apego al terruño, No soy de hierro soy de Pensilvania, Pensilvania, topofilia
Sucedió hacia 1950, en un pequeño hotel de la población de San Diego, en el oriente caldense. La dueña de la posada ha invitado a un grupo de vecinos a una molienda. Un huésped observa a la anfitriona atar las bestias al mayal, arrearlas, prender el fuego, recoger el guarapo, revolverlo entre las pailas hasta obtener la miel… Conmovido ante la fortaleza y laboriosidad de la mujer, exclama: ¡es usted una mujer de hierro! Y ella, “entre orgullosa y sonreída”, le responde: “No soy de hierro, soy de Pensilvania”(1). La topofilia (=amor al lugar, a lo local) es un sentimiento relacionado con el apego al territorio, definido como un espacio con significado para un conglomerado social. En esta perspectiva es algo común a todos los seres humanos. Sin embargo, el caso de Pensilvania podría calificarse de excepcional.
Decir “soy de Pensilvania” es, para los oriundos de esta comarca, el mayor signo de identidad. Más importante que ser colombiano o caldense. Un amor por el solar nativo que, en ocasiones, raya en el fanatismo. Para el pensilvense, sus fiestas “son las mejores de cuantas existen”, “sus mujeres son las más bellas” su pueblo “es el mejor del mundo” y cuando lo visitan afirman sin tapujos que “han llegado al paraíso”. Una mirada rápida a las redes sociales confirma esta apreciación, es común encontrar frases como estas: “qué rico ser de Pensilvania”, “hermoso mi pueblo, lo extraño”, “Pensilvania la verraquera”…
Quienes se han ocupado de la historia de la población, han expresado, igualmente, ese sentimiento. Así, por ejemplo, el autor de la Monografía de Pensilvania (1926), escribía:
Cuando miréis el retrato de algunos de esos venerados ancianos y oigáis hablar de ellos, descubríos, esos son patriarcas fundadores de la rica ciudad de Pensilvania, que os ha visto nacer y que ha sido testigo de vuestros goces y delicias, y también de vuestras penas y amarguras y que vosotros los leales hijos llamáis con orgullo mi ciudad nativa.(2)
Bernardo Herrera Salazar escribió en 1966:
¡A quien no alegra este nombre tan poético y sonoro! Se nos cuaja en la boca como acendrado almíbar… Es un nombre que nos suena al oído con melodía de límpidas fuentes cantarinas y que lo escuchamos como arrullo de madre al beso de la cuna… nombre dulce, nombre amable; nombre para guardarlo en la reconditez afectiva de nuestros más puros sentimientos… nombre que está en todas las cosas que amamos con cariño santo… amo ese nombre como a su tierra que lo lleva como una escarapela de lúcidos colores… que lo va rumorando entre las ondas de sus ríos de plata; que lo entonan las aves como preludio de cantos matinales; que lo pronuncia el árbol en el enloquecido vaivén de su ramaje… ¡Bendito nombre de mi patria chica!… Nombre dulce, nombre amable; nombre para guardarlo en la reconditez afectiva de nuestros más puros sentimientos, a la manera que se guarda un tesoro… nombre que está en el cielo escrito con luminares de gloria tan esplendente como una vía láctea… Pensilvania, floración del alma; Pensilvania, ánfora de ensueño; Pensilvania, grito de la fe.(3)
Otro escritor de comienzos del siglo XX, el hermano Gonzalo Carlos, religioso de la comunidad Lasallista, escribió “Silueta”, poema que exalta el paisaje y las gentes de su pueblo. Aquí un fragmento:
Es tu cielo apacible y azulado
son tus huertos bellísimos jardines
son tu aureola el Centro y el Dorado,
San José, Santa Rita y los Jazmines.
En tus campos y montes y colinas
se levantan los cedros y los robles
a la cumbre, como ellos, te encaminas
con tus hijos gallardos, siempre nobles.
Todo halaga en tu seno cual hoy eres
tu clima, tus contornos, tus celajes
la sonrisa gentil de tus mujeres
y el aspecto ideal de tus paisajes.
Sigue avanzando, Pensilvania, avanza
es tu sino una estrella refulgente
te brinda Prometeo en alabanza
regio laurel para ceñir tu frente.(4)
También los músicos le cantan: “Corazón fundido en hachas es el árbol de palabras, cuando domina la sangre mi nostalgia es Pensilvania”(5). Y: “Es Pensilvania mi bello tesoro… es mi pueblo mi bello refugio… Las coloridas montañas y sus flores son escenario de un pueblo sin igual”.(6)
Colombianos y extranjeros que han tenido oportunidad de visitar la población, coinciden en reconocer el amor de los habitantes de Pensilvania por su terruño. Es algo que también he percibido en mi trasegar por diferentes regiones de Colombia, cuando algún interlocutor, al enterarse de mi origen pensilvense, preguntaba qué tenía de especial ese pueblo para que la gente sintiera tanto apego por él.
Este sentimiento de identidad proviene del reconocimiento de su ancestro antioqueño. Basta mirar algunos escritos sobre el municipio para corroborar el aserto. Veamos lo que escribe el hermano Florencio Rafael en carta al autor de la Monografía de Pensilvania (1926) publicada con motivo de los 60 años de su fundación:
Pensilvania es una familia especial con caracteres propios, en lo que aparecen, bien claras y definidas, la esencia de una raza empujadora y la vitalidad de una gran región… Pensilvania es una concreción rara. Conjuga en sí el valor de una raza nueva, con la grandeza y perennidad de un paisaje excepcional… La cultura que ha manifestado este núcleo social es… perfecta… Es raza fuerte, corajuda; tiene músculos de acero y cabeza tostada al sol; manos hercúleas y callosas habituadas a jugar con el hacha y a descuajar las selvas…”(7).
Miguel Ángel Aristizábal Carvajal en su libro Pensilvania: un pueblo de históricas costumbres, afirma: “somos de raza antioqueña” y, más adelante, agrega: “El singular pueblo de Antioquia es el más noble, grande y generoso de todos los pueblos de América”(8).
Según José Néstor Valencia, “Los colonos trajeron de Antioquia el río de su sangre; pero no de cualquiera Antioquia, sino de ese valle bien poblado de gentes vascas, del Valle de la Marinilla que expande su sangre por muchas venas”.(9)
En la obra Pensilvania el sueño entre los árboles, Alonso Aristizábal afirma que “el pensilvanense conserva todas las características del pueblo antioqueño. Allí no hubo mezcla de otras razas. Los historiadores y sociólogos afirman que también se trata de uno de los pueblos del eje cafetero con mayor identidad antioqueña”.(10)
Y en otra parte de la citada obra se lee: “ningún pensilvanense desconoce su origen, Antioquia, esa tierra que envió hasta allí a aquel puñado de hombres valerosos, audaces, hijos de la montaña, exploradores entusiastas y corajudos, sin más armas que los instrumentos de labranza, primitivos, toscos y escasos”.(11)
Otto Aristizábal Hoyos también escribe: “Es probable que algunas virtudes de las que nos preciamos los que tenemos ancestro antioqueño sean herencia vascuence o vascongada…”(12).
No es este el momento para analizar en detalle algunas de las afirmaciones de los autores citados en los párrafos anteriores. Menos aún para hacer referencia a las exageraciones acerca de la composición racial de los habitantes del municipio, contenidas en el libro Pensilvania avanzada colonizadora, del hermano Florencio Rafael. Sin duda alguna, en el apego de los pensilvenses a su comarca, el factor preponderante es el de su procedencia y el concepto de raza que las élites de Medellín y de Antioquia construyeron a lo largo del siglo XIX. Pero valdría la pena investigar por otros aspectos que contribuyeron a fortalecer ese sentimiento, por ejemplo, el relativo aislamiento de la población durante sus primeros 75 años de existencia; las consecuencias de las guerras civiles desatadas en Colombia y particularmente en Antioquia durante la segunda mitad del siglo XIX; el papel de la iglesia católica y, en el caso específico de Pensilvania, el liderazgo religioso y político de dos sacerdotes, el padre Amador Ramírez párroco por 50 años y Daniel María López, aguerrido defensor de la moral y luchador contra “los vicios”. Esto por citar solo algunos de los temas que se podrían estudiar y que nos ayudarían a comprender “por qué somos como somos” o, en otras palabras, “por qué y cómo hemos llegado a ser como somos”. Porque nuestra identidad no es algo natural sino algo que construimos a través de la historia.
El año de conmemoración del sesquicentenario de fundación de la población es una oportunidad para reflexionar sobre el tema. En una próxima entrada de este Blog se hará referencia al modo como las élites de Medellín y de Antioquia construyeron el imaginario sobre la raza antioqueña.
[1] Velásquez, Roberto Tulio, en Hermano Florencio Rafael, Pensilvania, avanzada colonizadora, Bogotá, Stella, 1966, pp. 436 – 437.
[2] Quintero Z., Félix, (1926) Monografía de Pensilvania 1866 – 1926, Bogotá: Vargas (facsímil, 1990).
[3] Herrera Salazar, Bernardo (1966) Amor nativo, Bogotá: Carvajal, pp. 9 – 10.
[4] Quintero Z., Félix, 1926, obra citada, pp. 40 – 41.
[5] Dueto Candilejas. Este es mi pueblo…
Pensilvania. https://www.youtube.com/watch?v=p5pjdAkXvbo
[6] Alzate Martín. A mi Pensilvania.
Canción. https://www.youtube.com/watch?v=dwDtoALy7F0
[7] Hermano Florencio Rafael (1926) Recuerdos de una visita, en Félix Quintero Z., (1926) obra citada, pp. 157.
[8] Pensilvania: un pueblo de históricas costumbres Tomo II, Bogotá: Arfo, 1985, p. 29.
[9] Valencia Zuluaga José Néstor. Pensilvania o cien años de fe, Manizales: Apolo, p. 18.
[10] Aristizábal Escobar, Alonso, 1997, Pensilvania el sueño entre los árboles. Bogotá: El Sello Editorial, p. 34.
[11] Aristizábal Escobar, Alonso, 1997. Obra citada, p. 67.
[12] Pensilvania siempre a la vanguardia del país, en Varios, 2004, Luces y senderos para la Patria grande Bodas de oro del bachillerato en Pensilvania, Bogotá: Nomos, p.p. 14 y 15.